- Quedan diez segundos. Céntrate.
(mira, pues yo me centro en que me parecen diez segundos interminables)
- Venga, sonríe. Sonríe. Confiada, segura, honrada. Muy bien, sonriendo.
(no río, es una jodida honrada mueca de dolor)
- Diez segundos más. Lo que hay que hacer para conservarse joven.
(ahora sí: me troncho)
Este es el diálogo interno que mantengo con mi profe de yoga. Un hombre barbudo que me tiene perpleja como Neula ante un fuet. Nos castiga con posiciones dignas de refinados torturadores asiáticos mientras nos alecciona con filosofía kundalínica, impertinentemente puntualizada –por él mismo, es un yogui bipolar- con chocantes frases de lo más mundanas. Y así estamos, centradas -inspirando-, pacientes -expirando-, generosas –resoplando- y percibiendo toda la energía que nos rodea: observando el universo con los ojos cerrados mientras definimos nuestros abdominales de cara al verano. Mola.
Se ve que esto del yoga es algo muy in, y no solo para escaladores o clientes del DIR. En el polideportivo de mi pueblo dan varias clases cada día, son unos modernos (y las señoras que acuden aun más). Aunque yo me apunté porque la rutina del curro diario me impulsó a ello, no porque quiera parecer fashion (mis chacras no lo soportarían). Así, entre mis intentos frustrados para entrenar en serio y la novedad del yoga, se me pasa la semana más entretenida.
Colorear esto sí que me tiene entretenida... |
Pues, veréis, de martes a domingo practico la postura -asana- del cuatro, acortando mis isquiotibiales en una silla, mientras el amigo Esteve es libre como el wifi del McDonalds. Él sí le saca rendimiento al entreno que fue nuestro viaje de Red River. Y vaya si le cunde. Llega cada día con encadenes nuevos, a lo que yo respondo enseñando mis dientes en forma de algo ligeramente parecido a una sonrisa. Pongo en práctica mis balbuceantes conocimientos yóguicos, no solo porque lo recomienda el profe, sino porque hoy le he visto sentido a eso de sonreír de farol.
Y así llego a lo que os quería contar hoy. Ha caído en mis manos un libro de neurociencia, el último grito en descubrimientos seseros. Iré al grano, después de exponer unos experimentos dice “el mecanismo interpretativo del hemisferio izquierdo mantiene una actividad incesante, en busca del significado de los hechos. (…) También nuestro cerebro interpreta los actos de nuestro cuerpo y construye una narración en torno a ellos”. Para ejemplificarlo se explica que si sonríes, aunque no tengas motivo para ello, el hemisferio izquierdo piensa (valga la redundancia) que lo haces porque estás contento. Se lo inventa, pero lo que importa es que tu mente se lo traga. Maravilloso autoengaño, no me diréis que no. Los yoguis llevan siglos sabiéndolo y yo me entero ahora, eso sí es estar pasada de moda.
Sonreíd.
Para saber mucho más: Eagleman, David. Incógnito. Ed. Anagrama, 2013.