domingo, 24 de noviembre de 2013

La sonrisa de la hiena

-  Quedan diez segundos. Céntrate.
(mira, pues yo me centro en que me parecen diez segundos interminables)
- Venga, sonríe. Sonríe. Confiada, segura, honrada. Muy bien, sonriendo. 
(no río, es una jodida honrada mueca de dolor)
- Diez segundos más. Lo que hay que hacer para conservarse joven.
(ahora sí: me troncho)

Este es el diálogo interno que mantengo con mi profe de yoga. Un hombre barbudo que me tiene perpleja como Neula ante un fuet. Nos castiga con posiciones dignas de refinados torturadores asiáticos mientras nos alecciona con filosofía kundalínica, impertinentemente puntualizada –por él mismo, es un yogui bipolar- con chocantes frases de lo más mundanas. Y así estamos, centradas -inspirando-, pacientes -expirando-, generosas –resoplando- y percibiendo toda la energía que nos rodea: observando el universo con los ojos cerrados mientras definimos nuestros abdominales de cara al verano. Mola. 

Se ve que esto del yoga es algo muy in, y no solo para escaladores o clientes del DIR. En el polideportivo de mi pueblo dan varias clases cada día, son unos modernos (y las señoras que acuden aun más). Aunque yo me apunté porque la rutina del curro diario me impulsó a ello, no porque quiera parecer fashion (mis chacras no lo soportarían). Así, entre mis intentos frustrados para entrenar en serio y la novedad del yoga, se me pasa la semana más entretenida. 

Colorear esto sí que me tiene entretenida...
Pues, veréis, de martes a domingo practico la postura -asana- del cuatro, acortando mis isquiotibiales en una silla, mientras el amigo Esteve es libre como el wifi del McDonalds. Él sí le saca rendimiento al entreno que fue nuestro viaje de Red River. Y vaya si le cunde. Llega cada día con encadenes nuevos, a lo que yo respondo enseñando mis dientes en forma de algo ligeramente parecido a una sonrisa. Pongo en práctica mis balbuceantes conocimientos yóguicos, no solo porque lo recomienda el profe, sino porque hoy le he visto sentido a eso de sonreír de farol.

Y así llego a lo que os quería contar hoy. Ha caído en mis manos un libro de neurociencia, el último grito en descubrimientos seseros. Iré al grano, después de exponer unos experimentos dice “el mecanismo interpretativo del hemisferio izquierdo mantiene una actividad incesante, en busca del significado de los hechos. (…) También nuestro cerebro interpreta los actos de nuestro cuerpo y construye una narración en torno a ellos”. Para ejemplificarlo se explica que si sonríes, aunque no tengas motivo para ello, el hemisferio izquierdo piensa (valga la redundancia) que lo haces porque estás contento. Se lo inventa, pero lo que importa es que tu mente se lo traga. Maravilloso autoengaño, no me diréis que no. Los yoguis llevan siglos sabiéndolo y yo me entero ahora, eso sí es estar pasada de moda. 

Sonreíd. 


Para saber mucho más: Eagleman, David. Incógnito. Ed. Anagrama, 2013.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Fin de ciclo

Resulta curioso cómo de un día para otro tu rutina puede quedar totalmente alterada. A mí me llama la atención la velocidad con la que nos adaptamos a esos cambios que, cuando los imaginábamos antes de producirse, nos parecían dramáticamente tediosos. Es algo que me ha sucedido desde que aterricé en el Viejo Mundo. Ha sido llegar y no levantar cabeza...del escritorio. 

En mi caso, hablo de la ineludible e inexcusable vuelta al trabajo. Con lo bien que se está al libre albedrío ¿por qué se me castiga con esta necesidad mundana? O, dicho de otro modo, ¿no podría haber nacido en una casa bien, bien llena de cuentas millonarias en Suiza? Pero os seré sincera: me embarga la ilusión. Me fastidia el no escalar tanto como quisiera aunque, por otro lado, siento que voy por buen camino. En fin, cosas raras que tiene una y que anuncian un post alborotado. Todo esto me hace pensar en dos cosas concretas:

La primera es que existe una ecuación de difícil resolución para la mayoría de los mortales aficionados a esto de trepar: 

+ Trabajo = - Escalada + Dinero

- Trabajo = + Escalada – Dinero

Poca gente encuentra el punto de equilibrio deseado. Yo de momento no he dado con él, tan solo he saltado alegremente de una ecuación a otra. 

La segunda es que, durante el viaje, me leí un libro recomendado por mi madre y por Vicent, La conjura de los necios -de ahí el nombre de la vía en Margalef-. Libro muy adecuado (o nada adecuado, depende) para aquellos que buscan trabajo o empiezan uno. Me parece tan casual que lo haya leído justo en este momento, que se me antoja como un mensaje de la Rueda de la Fortuna. En cualquier caso, me entra la risa cada vez que pienso en Ignatius, el obeso protagonista, y me visualizo a mí misma actuando como él. El día que lo intente seguro que vuelvo al ciclo de - Trabajo + Escalada vía inem. 

Ya que estoy hablando de cosas casuales o que guardan cierta relación con nuestro destino -o al menos eso es lo que nosotros queremos ver- os comento que, hace un par de días, volví a la clase de instituto donde Esteve y yo coincidimos por primera vez. Resulta que en nuestro antiguo insti organizaban unas charlas de ex alumnos deportistas y nos invitaron también a nosotros. Así que mientras se preparaba el evento aprovechamos para visitar el aula en cuestión. 
Pep, también ex alumno y ahora profe, y Esteve y yo posicionados como antaño.
Hace 15 años que, entre clase y clase, me apoyaba en el alfeizar de la ventana del fondo, siempre entre risas, para tomar el aire y comunicarme a grito pelado con los que pasaban por debajo. A veces, las fans de Esteve me preguntaban por él a lo que yo respondía gustosamente (él y yo no eramos tan amigos como ahora). En cambio, las chicas de clase, nos congratulábamos por tener un profe de catalán tan buenorro que, el pobre, se ruborizaba ante nuestras miradas directas e inquisitivas. Acabo el párrafo adolescente con un dato curioso: en nuestra clase éramos 34 alumnos de los cuales 7 hemos acabado escalando. Es un promedio altísimo si lo comparamos con la cantidad de escaladores que hay entre la población. Demasiada casualidad, ¿no creéis? debe de ser otra señal de la providencia. 

Y después de tanto "remember", ciclos que se repiten, astros alineados y datos inconexos, os digo que llevo dos días trepando por Gelida, la escuela de mi pueblo, donde aprendí a escalar. Mis recuerdos se agudizan ante tanto estímulo, no sé si esto también querrá decir algo o, simplemente, es que después del trabajo no tengo tiempo para ir a ningún lado más que ahí. El ciclo se cierra. O se abre. O se repite. Quién sabe. Lo único seguro es que los calabacines gigantes existen. 

En el País de las Maravillas